viernes, 30 de diciembre de 2011

COLORES Y PALABRAS






¿Sabes por qué los ángeles están enfadado conmigo? Por que en vez de soñar con ellos sueño contigo.









Eres mi ángel tierno, mi corazón recompuesto, mi alma dulce, mis caricias bellas, mi camino de felicidad, mi refugio permanente, mi lado bueno, mi escondite perfecto, mi meta soñada,










Anoche comencé a darle a cada estrella un motivo por el cual te Amo... te cuento algo? me faltaron estrellas















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miércoles, 28 de diciembre de 2011








NO SE...TAL VEZ..QUIZAS





No sé...tal vez si quieres
podríamos intentar amarnos
No sé
tal vez no quieras nunca borrarme con tus manos
las caricias que otrora tatuaran en mi espalda,
ni lavar con tus besos aquellos que quedaron
grabados en mi boca con el sabor amargo
de tantos engaños
No sé...
tal vez no enheles nunca encender con tu llama
los leños de esta fragua,
ni te apetezca rozarme con tus dedos,
ni deslizar el cierre de mi falda.
No sé...
quizás nunca desees desabrochar mi blusa
ni deshojar temblando los nardos de mi pecho,
ni perderte en la noche de mi monte de Venus
ni ser el navengante perdido en la profundidad de mi océano.
No sé...
quizas no piense nunca anclar en mi ribera,
ser cautivo en mis redes, ni tomarme en tus brazos
y hacerme prisionera...esclava de tus besos
o mártir entre tus piernas.
No sé...
quizas no consideres nunca...
pero quizás...talvez si tu quisieras
yo podría olvidarme de los besos amargos,
de las caricias frías esculpidas en mi espalda
con tantos desengaños
entonces soltaría mi pelo
caería mi falda,
lujuriantes tus labios besarían mis nardos
y sin que te negaras hasta el monte de venus
te llevaría jugando.


Angela Teresa Grigera










CONTRARIANDO






Qué pena, mi amor,
Que no pudo ser,
Porque si hubiese sido
                        Y lo sé porque no fue                       
Hoy no estaría contigo

Qué pena, mi amor
Que aún estando a tu lado
Sienta este dulce dolor
De pensar en lo pasado
De soñar lo que no ha sido

Qué pena, mi amor
Que hoy, haya pensado
Que teniendo el valor
Para vivir lo vivido
Podría no haberte amado.


DE POEMAS  EN FLOR







EL  RETRATO DE UNA VIRGEN




Ella no sabe bien lo que ha pasado.
Él era su amigo, y ahora
le ha dicho adiós.
¡Ella que lo veía
como el padre, el esposo
que iba a ser!
Ahora pasea con otra,
van riendo.
Ella no entiende
pero se ha quedado
quieta, como quien espera
una orden, o como el agua
antes de recoger la imagen
del rostro amado.
No se ha entregado al llanto.
No tiene una alborotada
  imaginación. Sigue
yendo a sus clases. Cuida
cosas pequeñas: las libretas,
la raya en el orden, igual
que el pelo al levantarse.
Hace lo mismo que antes,
sólo un poco más triste.
La luz que la abandona
la dibuja un momento.
No sabe que está sola.
Ese ignorar la guarda.



FINA GARCIA MARRUZ

















lunes, 26 de diciembre de 2011








EL






UN DIA DIJE::" YO VOY A PASAR POR LA PUERTA DE SU CASA".M E  ENCAMINE, IBA DICIENDO"OJALA NO ESTE", YO SENTIA QUE ESTABA.-
ESTABA,ESTABA REPARANDO SU VERJA PERO  POSIBLEMENTE FUERA UN PRODUCTO DE MI IMAGINACION.  ME  SONRIO COMO  SI  ME  HUBIESE VISTO EL DIA ANTERIOR Y ME DIJO:
-¿QUE HACES POR ACA?
NADA,PASABA POR EL BARRIO...
NO SABIA QUE DECIR. ME  DIJO DESPUES:
-¿QUERES ENTRAR?
-NO,GRACIAS-DIJE YO-.TENGO QUE IRME.
LO SALUDE Y ME FUI.  COMO SE LE PODIA OCURRIR TAN NATURALMENTE QUE  YO ENTRARA:A LO MEJOR ENTRABA Y ME ATABA A  LA CAMA O VAYA A SABER QUE EN ESA CASA DEBIA   SER  OSCURA POR DENTRO.  CUANDO VOLVIA PARA MI CASA, PENSE:"DE BUENA ME SALVE, SI ENTRABA AHI, A LO MEJOR NO SALIA NUNCA MAS".



FRAGMENTO CUENTO "EL" DE HEBE UHART







TODA  LA TARDE DE LA MANO,
AL COSTADO DE LA VIA




EN  EL ANDEN 14,EL RELOJ MARCABA LA HORA DE LA SALIDA DEL TREN NOCTURNO A OLAVARRIA.  CASI ALZADA POR  EL HOMBRE DE BARBA QUE VENIA CON ELLA, JORGELINA SUBIO  EN LA ULTIMA PUERTA DEL ULTIMO VAGON, EL LE ALCANZO  UN BOLSO, DUDO  UN  INSTANTE Y  TAMBIEN SUBIO.  SE MIRARON, INCOMODOS Y AGI-TADOS.  EL HOMBRE DE BARBA FUE EL PRIMERO EN APARTAR LOS OJOS.  LA CHICA LLEVABA EN UNO DE LOS BRAZOS UN GRUESO SACO DE INVIERNIO, EN EL OTRO, VARIOS LIBROS, UNA CARPETA ENORME Y UN BOLSO QUE LE COLGABA DEL HOMBRO.  EN REALIDAD NO ERA UNA CHICA, TENIA TREINTA  AÑOS.  LA FIGURA  DELGADA Y EL PELO LARGO Y LACIO SOBRE LA CARA LE DABAN EL  AIRE DE UNA ADOLESCENTE UN POCO ATURDIDA.  EL  HOMBRE  LE HIZO UNAS RECOMENDACIONES APRESURADAS QUE SE PERDIERON ENTRE OTRAS VOCES Y EL SILBATO ESTRIDENTE DEL GUARDA.  EL TREN DIO UNA SACUDIDA.  DIOS  MIO, PENSO ELLA, COMO  HAGO AHORA  PARA LLEGAR AL VAGON   DIECISIETE.  UN  SOLDADO LOS  MIRABA APACIBLEMENTE DESDE  LA PUERTA DEL PASILLO.-  



FRAGMENTO..SILVIA IPARRAGUIRRE





LA HORA  DEL ADIOS




Domingo. 
Hoy, me levanté temprano para ir al parque. 
Puedo afirmar que a esta hora esta casi desierto, lo sé porque vivo a media cuadra. 

Necesito pensar un poco,despejarme... 

Está un poco fresco, todavia se siente el olor del césped húmedo, cubierto del rocío nocturno. Al costado de la vereda que transito, los lapachos empiezan a mostrar sus flores, , ya empezó la temporada ... 

Los hay de todos colores, rosas pálidos, morados intensos, amarillos y el  blanco. 
En sus ramas puedo ver un par de gorriones aleteando, sus gorgeos destacan en el silencio. 

Llevo conmigo el celu,mi última esperanza, que hoy me llames. 

Mientras camino voy pensandote, como siempre, como cada dia desde que te conocí y acepté como amigo...como cada dia que esta amistad se transformó en amor. 

Pensé en recordarte un poco menos para así ganarle a la melancolia... 
Pero en mi alma siguen estos silencios. 

Mis pensamientos me dicen que espere un poco más antes de tomar una decisión, pero ya no puedo. A esta altura ya no sé siquiera si existis o  fué una creación de una adolescente crédula y enamorada. 

Sin darme cuenta y sumida en mis pensamientos llegué a la fuente, bue..llegó la hora entonces.. 
Llegó la hora mi amor de decirte adiós. 
Llegó la hora de seguir mi camino, aunque te sigo queriendo. 
Este amor apasionado y triste sigue dentro de mi alma.Quizás te quise demasiado, no sé.No sé tampoco si este amor fué mucho o poco, pero si sé con absoluta certeza que ya nunca volveré a amar así. 

Sé que no podré olvidarte y que mi gran sueño esta muriendo en esta despedida. 
Seguiré pensando en vos, seguramente. Pero confio en el tiempo, que dicen es el gran sanador de todos los males. 

Acurrucada en el banco,descubro que las gotas de agua que trae la brisa que pasa por la fuente se confunden con mis lágrimas. 
Fueron demasiadas lágrimas pienso. 

Te amé en presente y en futuro, y seguiré amandote por el resto de mi vida.. y mientras esta avalancha de sentimientos me conmueve sigo mirando el celu... 
Y mi celu sigue mudo. 

Hora de seguir, será lo mejor para mí me digo en voz baja tratando de convencerme. 
Una última mirada a mi celu, que sigue mudo... 

Un suspiro amplio... y despliego mis alas y vuelo a una nueva vida,porque al fin y al cabo las elfas como yo, que viven en el mundo de los sentidos, camufladas en fachadas de adolescentes rebeldes, también deben encontar su camino. 












               










viernes, 23 de diciembre de 2011

QUE ES LA NAVIDAD?






¿Qué es la Navidad? Es la ternura del pasado, el valor del presente y la esperanza del futuro


















jueves, 22 de diciembre de 2011

YA LLEGA LA NAVIDAD...







La Navidad de «Peludo»


Catorce años de no interrumpida laboriosidad podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente! ¡Qué martirio!
Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano o de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir a su piel, averdugándola; probar la dentellada de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe dentro de los límites del vigor asnal; todo esto, con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en cortejo de pasar rozando una pradera verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que sentía al oír el murmurio de la fuente cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso, el resignado, el trabajador, el obediente, «pensó» hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano... ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo, patearlos, reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera; meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo!





Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum que preside a la existencia del jumento. Sí, lo peor del caso es que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba nada de la Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese lucir para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese lo mismo tenía que ser... Hambre y palos, palos y hambre... Arriba con la carga; avante por la senda, y nada de protestas ni de quiméricos ensueños...
Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, a medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas a palo seco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado a una argolla de hierro, a la puerta de la más conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpicaban las orillas de la carretera de Marineda a Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra o de un estercolero, o siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda, de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó a la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos.





Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban a los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de necesidad, no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas candilejas de la taberna, y divisó a su lado, con profunda sorpresa a otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía tan grata! «¡Hi-ho!», flauteó dulcemente el caduco y asendereado jumento. Púsose el recién venido a roer con los dientes la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó a andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte. A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada, tibia; el camino, fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda, prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo a saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando a saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba jugosa; desde lejos podía oirse el ruido de molino que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió a su talante en los manantiales; atracóse de trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura lo convertía en el mayor providencialista del universo. En lontananza empezaba a despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas del prado olían a gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable, y, izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en aquel golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño, y se llama Emmanuel...» El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente: «¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento a Jesús en el establo..., y el que llevó a Egipto a María la Nazarena...»



A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez muy densos aún, vio a su montura tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas rígidas.
-Rompióse la cuerda -observó el tabernero-. No le dé patadas -agregó-, que de poco sirve; tiene la oreja fría; está difunto.
Pero el amo, con la terquedad característica de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó una opaca risotada.
-Para lo que servía... -gruñó-. Ya ni podía conmigo...


Emilia Pardos  Bazan




















De Navidad



Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y a su tirano, Orso Amadei.
Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara privada a los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.
Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él -¡horrible sacrilegio!- de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.









Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.
Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la había despachado de una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei.
Discurría ya su padre el príncipe con quién desposarla, cuando Lucía declaró que deseaba tomar el velo. Orso se desesperó, porque a su manera, adoraba a aquel último retoño de su raza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lucía se impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo, en que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, a quien el mundo venera hoy con el nombre de Santa Catalina de Siena.
La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre cuna de la hija del tirano aumentaron el asombro de su penitencia. En un siglo ya pagano renovó las duras penitencias de edades más fervorosas.
Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior, un burdo tejido de Cilicia que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba para orar, en las noches de enero, después de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se confundían en su boca.







Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había nacido para la mortificación y el dolor, sino para agotar las alegrías de la vida, para recrearse en el grato sonido del bandolín, en el armonioso ritmo de las estancias de los poetas, en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma de los jardines, donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas y sólo el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde a cada minuto recordaba involuntariamente el mundo y sus goces.
Como Catalina de Siena, más de una vez se vio asaltada por tentaciones impuras y por imágenes engañadoras y burlonas; pero abrazada a la cruz, resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y, al fin, conoció la victoria en la paz que descendía a su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables sucedieron a los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada.
Llegó Navidad, aniversario de su profesión. Vino la Nochebuena acompañada de mucha nieve; pero cuanto más espeso era el sudario que cubría el huerto del convento, más calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos de nieve llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura tierra millares de azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas del ala de los ángeles.



Sembrado de azucenas estaba todo, y la blancura del jardín despedía una claridad que alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos y lucientes que la misma plata. De pronto, envuelto en olas de luz apacible, Lucía vio a un precioso Niño: una criatura que sonreía, que tendía los bracitos, y a quien la monja recibió enajenada en ellos.
-Esta noche -dijo el Niño amorosamente- he querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre, naceré en la celda donde tantas veces me has invocado.
Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí: el favor era extraordinario y, en su humildad, no se creía digna de él. Apenas pudo recobrarse, juntó las manos y se postró implorando al Niño.
-Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi Niño del alma..., concédeme lo que voy a pedirte. ¡Ah!, es cosa grande y difícil; pero si Tú no puedes realizar imposibles, ¿quién los realizará? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate de mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí, dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible, desolado...: el corazón de mi padre, Orso Amadei.
Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de la penitente, la miró lleno de tristeza.



-¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese corazón donde pretendes que yo nazca es más duro que la piedra, más sangriento que el cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo desnudo los espinos y los abrojos y las ponzoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan en mi cuello las víboras y cómo trepan por mis piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso; pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido por mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche, mi establo de Belén será el corazón de fiera de tu padre!
Al oír la promesa del Niño, Lucía experimentó tan súbito gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de las azucenas, todo desapareció, y al través de los emplomados vidrios sólo se vio el huerto amortajado de nieve.
A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un festín en su palacio; mejor que festín hay que decir orgía. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas hiciesen volar las horas, y en que la presencia de las damas, incitando a la galantería, contuviese a la brutalidad. De estas cenas había dado muchas Orso; pero también gustaba de otras más desenfrenadas, a que sólo asistían sus capitanes semibandidos, sus bufones y sus familiares, gente cínica y perversa.



Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que, después de servir de ludibrio a los convidados, aparecía al día siguiente con el cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi, uno de los capitanes de Orso, había anunciado mejor presa: justamente acababa de cazar a una joven muy linda, ¡peor para ella si andaba a tales horas por la calle! Alborotáronse los bebedores; Orso, riendo a carcajadas, ordenó que trajesen a la jovencita, que entró, empujada por los soldados, temblorosa, desgreñado el rubio pelo, y los hombres se engrieron al verla, porque era en verdad soberanamente hermosa.
Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la mano, apartó los rizos de oro..., y asombrado se echó atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas, la frente, sonrojada de vergüenza.
-Soltad a esa mujer -gritó Orso-. Que la acompañen a su casa con el mayor respeto. Que nadie le haga daño... ¡Ay del que toque un cabello de su cabeza! Que se la trate como a mi persona...
Los beodos, atónitos, obedecieron sin comprender. Continuó el festín; pero Orso, preocupado y sombrío, no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña, entendida al vuelo, y pocos minutos después, un preso moribundo de hambre fue traído a la sala del banquete. Solían divertirse en sacar de su mazmorra a uno de éstos, a quienes desde días antes privaban de alimento; sentarle a la mesa, ofrecerle algún exquisito manjar, y cuando iba a engullirlo, sollozando y aullando de contento, se lo quitaban de la boca y le vertían en ella la ardiente cera de los hachones que alumbraban la orgía.





El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió un plato de asado, humeante, y una copa de «Lácrima»; mas al verle de cerca, profirió una imprecación. Los ojos que le fijaban con doloroso reproche desde aquella extenuada faz de mártir, la boca que le daba las gracias, eran la boca y los ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de reflejo cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual.
-Que suelten a éste -mandó Orso-. Antes, dadle bien de comer cuanto desee. Y regaladle dos jarros de oro, y vino a discreción... Que se le trate como a mi persona... ¿Lo oís? ¡Cómo a mi persona!
Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto mismo en que salía el preso, se presentó en la sala del festín una mujer vieja, con un chiquitín en brazos.



-Piedad, gran señor -exclamaba-, piedad de la criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu cuñado Landolfo dei Fiori, a quien aborreces, y unos soldados, por orden tuya, según dicen, le quieren estrellar contra el muro. Tú no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo.
Al nombre odiado de Landolfo, Orso se estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba a atravesar la garganta del pequeño...; pero éste, apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa encantadora, inolvidable, de Lucía cuando su padre la acariciaba, en los días de la niñez.
Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el pecho empezó a acusarse en voz alta de sus pecados; porque Jesús, fiel a su promesa, acababa de nacer en aquel corazón más oscuro que el abismo infernal.
A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de que su hija había expirado a las doce en punto de la noche.
El tirano se ató una soga al cuello, recorrió descalzo las calles de la ciudad, pidiendo perdón a los habitantes, y, apoyado en un bastón, se alejó lentamente. Nunca se volvió a saber de él. ¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace el Niño!



Emilia  Pardos  Bazan



























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